En los últimos meses, las sentencias sobre el futuro caduco del diésel y la entrada en vigor del nuevo test europeo de homologación de emisiones han provocado un auténtico terremoto en el ámbito de la movilidad. De hecho, en octubre, por segundo mes consecutivo, las cifras de matriculaciones marcaban signo negativo tras la entrada en vigor del nuevo protocolo de emisiones, que provocó que las ventas se disparasen casi un 50% en agosto por los descuentos de los concesionarios para dar salida al stock encuadrado en el sistema de medición anterior, pasando ahora factura al mercado que, como es lógico, no puede aguantar semejante ritmo.
Si nos fijamos en el comportamiento del mercado de vehículos alternativos, las cifras también van a la baja. En octubre, cayeron más del 11%, lo que ha hecho saltar las alarmas de las patronales del sector del automóvil, que se han apresurado a pedir planes de ayuda para dinamizar las ventas e impulsar la comercialización de eléctricos, después de que tienen consignados unos fondos de más de 66 millones para este fin a cargo de los Presupuestos de 2018 que no acaban de ver la luz.
Es más, en el acuerdo del Gobierno con Podemos para los Presupuestos de 2019 se refleja la intención de que el 30% de la recaudación por la subida de impuestos al diésel se destine a impulsar la movilidad eléctrica.
Desde luego, estamos de acuerdo en que impulsar los vehículos cero emisiones es un objetivo importante; pero los problemas de la movilidad de ninguna forma acaban ahí. Hay una ingente cantidad de horas ineficientes que los españoles perdemos por culpa de la congestión de las vías urbanas. Es imperativo por tanto cambiar la forma en que nos movemos dentro de las ciudades para mejorar la movilidad de las mismas.
Esto hace necesario ofrecer verdaderas alternativas eficientes al actual modelo de movilidad a los ciudadanos para que cambien de hábitos. Esto pasa por optimizar toda la red de metros, buses o tranvías; sin olvidar el carsharing, las bicicletas compartidas y otras soluciones. Por tanto, a la vista de estos hechos, no se puede dejar de destinar recursos si de verdad queremos construir una alternativa verdadera de movilidad realmente sostenible.
Las cifras hablan por sí solas. Mientras el vehículo eléctrico supone una solución de movilidad todavía residual, representando el 0,7% del total de mercado con apenas 10.000 unidades en lo que va de año, el transporte público cuenta con más de 4,5 millones de usuarios habituales, lo que lo convierte de forma indiscutible en una alternativa mayoritaria.
Financiación para el transporte público
Por tanto, ¿no sería justo destinar una parte del incremento recaudatorio que se obtenga por subir la fiscalidad al diésel a mejorar la financiación del transporte público? Si se dedicara al menos un 25% de esa subida a mejorar el sistema de movilidad colectiva no solo se ayudaría a incrementar el número de usuarios, sino que lo haría más sostenible.
Porque si el objetivo del impuesto al diésel es modificar el comportamiento de los actores contaminantes para reducir el daño ambiental, la recaudación no sólo debería destinarse a soluciones privadas de movilidad que no solucionan el agobiante problema de la congestión, sino que también deberían destinarse a la construcción de una verdadera alternativa de movilidad a la actual, que contribuya a disminuir la contaminación, a luchar contra el cambio climático y a mejorar la congestión urbana.
Todo esto, por no hablar de que las ayudas a los eléctricos podrían aumentar el número de coches en circulación, justo lo contrario de lo que se necesita para reducir el problema de los atascos, que le cuestan a España unos 5.500 millones de euros al año, paradójicamente, lo mismo que requiere el sistema de transporte público.
En concreto, con la parte de recaudación que reclamamos desde ATUC se podría, por un lado, ayudar a financiar el sistema de transporte público, que necesita cubrir con recursos públicos la mitad de los 5.500 millones de euros que cuesta; y por otro, aumentar la frecuencia de paso y de reducir los tiempos de espera y viaje, una de las claves para propiciar el cambio modal y que millones de españoles utilicen el transporte público en sus desplazamientos habituales. Y sin olvidar la ayuda que supondría para la renovación hacia una flota 100% sostenible.
Todo ello tiene que estar encuadrado en una Ley de Financiación para el transporte público porque, aunque no lo creamos, España es el único país europeo que no cuenta con legislación en este sentido. Esta ley permitiría reordenar los recursos y distribuirlos mejor, terminando con la imprevisibilidad actual. Hoy por hoy, los ayuntamientos desconocen las cifras que el Estado va a reflejar hasta finales de año, cuando los presupuestos municipales tienen que estar elaborados con antelación debido a que las competencias en materia de transporte público están transferidas. De ahí que sea clave una planificación a medio y largo plazo para saber con qué financiación cuenta el sistema. Asimismo, la ley, que ya se encuentra en la agenda política, inyectaría al sistema al menos 500 millones de euros al año, es decir, el 10% del coste total transporte.
Confiamos en que el Ejecutivo tenga la sensibilidad de apoyar y favorecer una verdadera cadena intermodal de movilidad. De lo contrario, esa lucha contra la emisión de gases contaminantes y la congestión de la que tanto se habla nunca se podrá ganar.